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El crecimiento demográfico constituye una dificultad a la hora de alcanzar un futuro sostenible, a la vez que está, proporcionalmente vinculado al sufrimiento humano.

En la actualidad se dispone de un importante conjunto de datos, evidencias y opiniones científicamente fundamentadas que indican que los recursos de nuestro planeta son insuficientes para acoger a la población humana actual en permanente crecimiento y con el modelo de consumo imperante. Dicho de otro modo, el futuro de nuestro planeta sólo podrá ser sostenible si la sociedad humana introduce cambios substanciales a nivel demográfico y del consumo promedio per cápita.

Aproximadamente el 60 % de la población mundial está mal alimentada y esa cifra está aumentando, con el consiguiente incremento de numerosas enfermedades. Si dentro de unos 100 años los combustibles fósiles se agotan, posiblemente solo será viable una población de unos 2.000 millones de habitantes a partir de las energías renovables y reduciendo de manera significativa el consumo per cápita de los recursos naturales.

A todo ello deben sumarse los conflictos éticos y ecológicos, consecuencia de los límites de acceso a la tierra, el agua y la energía, además de la producción de biocombustibles y la apropiación de los ecosistemas por parte de la actividad económica humana.

La población humana está sometida a dos fuerzas motoras que interaccionan entre sí. Una, la dinámica malthusiana del crecimiento exponencial hasta encontrar sus propios límites (hambrunas, enfermedades y guerras). Dos, las dinámicas darwinianas de innovación y adaptación que circunvienen los límites biológicos o culturales. Las expresiones de estas fuerzas en la sociedad humana moderna aportan el contexto para poder determinar cómo los humanos establecen sus relaciones de sostenibilidad con la Naturaleza y entre ellos mismos en un planeta finito.

Está razonablemente evidenciado desde el punto de vista científico, que la demografía humana a partir de un cierto nivel no es sostenible. Los motivos de ello, son que acelera la eliminación de los recursos naturales no renovables e impide la renovación de los renovables, con el consiguiente colapso o destrucción del sistema social actual y la consiguiente pérdida de vidas humanas y bienestar, además de impedir que las futuras generaciones accedan a los recursos que nosotros hemos recibido de nuestros progenitores. En consecuencia, entendemos que el autocontrol de la natalidad es un parámetro crucial y necesario para mejorar las condiciones de vida en el futuro y aspirar a un futuro sostenible.

Si partimos de la premisa de que el bienestar es bueno en sí y el descontrol demográfico implica la destrucción del bienestar actual, se impone preguntarse cómo se desarrolla el análisis ético del control de la natalidad a nivel individual y social.

Progreso y crecimiento demográfico

Los aportes del progreso tecnocientífico han generado ilusión y optimismo, aunque ofrecen un resultado ambiguo. Es de suponer que ya en tiempos del desarrollo de la agricultura hace miles de años, el incremento de los alimentos disponibles permitió la supervivencia de muchos niños hasta la edad de reproducción, es decir el aumento de la población, inicialmente muy moderado, y con ello, al mismo tiempo, el aumento de las bocas a alimentar. Probablemente esta dinámica impidió una mejora significativa de la calidad de vida y aumentó en términos absolutos el número de las víctimas del hambre. Más recientemente se ha podido constatar, sobre todo en África, como la explosión demográfica ha puesto fin a la tradicional estabilidad demográfica tribal. Desde entonces son posibles las grandes hambrunas que en pocos años acaban con la vida de millones de personas, nivelando población y recursos.

La cuestión es si una mejora de las condiciones de subsistencia y una mayor esperanza de vida debidas al progreso, pueden hacernos sentir optimistas si nos obligan a asumir un aumento de sufrimientos para
un mayor número de afectados.

El vínculo entre la presión demográfica y las dificultades de subsistencia es inevitable y nos aboca a un dilema, ya que mejores condiciones de vida generalizadas fomentarán el crecimiento demográfico, y éste, a su vez al incrementar la competencia por los recursos, empeora las condiciones de vida y nos puede llevar a situaciones restrictivas o de colapso.

El aumento de la población humana ha potenciado los nubarrones de un progreso cuya relación con el bienestar en general se presenta ambigua, ya que la ciencia y la tecnología no generan por sí mismo postulados éticos, ni la historia parece encauzada hacia las utopías, pese al optimismo del espíritu revolucionario en el siglo XIX.

Un elemento crucial para el progreso humano verdadero, es el desarrollo de los medios y políticas para la planificación familiar y el control de natalidad. Con los medios anticonceptivos actuales podemos separar el sexo de la procreación y anular la tradicional subordinación a los procesos reproductivos impuestos por la naturaleza.

Demografía y sufrimiento

La persecución del bienestar humano es la reducción y prevención de sufrimiento. Todos los animales intentan evitar el sufrimiento de forma espontánea. La procreación ha de situarse en una reflexión ética a la altura de nuestra capacidad de planificar la descendencia, es decir, una responsabilidad que ya no puede escudarse en la ignorancia o la impotencia ante la fuerza de la Naturaleza. Desde que Malthus se ocupó por primera vez de la relación entre el aumento demográfico y la miseria, no parece haberse avanzado gran cosa en la dimensión demográfica del sufrimiento y la felicidad. Sólo si es importante combatir los problemas y prevenir el sufrimiento en el mundo, la renuncia a crear nuevas vidas es una medida valiosa ya que los individuos son potenciales escenarios, estadísticamente previsibles, de sufrimientos graves. La procreación de seres vulnerables opera en contra de la prevención de lo inaceptable y de la idea de mejorar las cosas en el mundo. “Hay mil millones de hambrientos en el mundo”. Esta noticia o dato sólo es pensable en el mundo actual, que cuenta con ocho mil millones de seres humanos. Las personas que hoy se contabilizan como hambrientos equivalen en número a la población mundial entera de hace dos siglos. Si no cobra fuerza una conciencia y política de control demográfico acertada, en cuatro o cinco décadas la población habrá aumentado en otro 50 % y muy probablemente el número de hambrientos o las personas que mueran de hambre se moverá en torno del doble. Al hecho de padecer o morir de hambre deben sumarse los sufrimientos y muertes derivados de no disponer de agua limpia, o no tener acceso a las fuentes de energía o a los servicios sanitarios básicos. La falta de recursos ya es un hecho real, aunque varía en importante medida en función de la región y de los sectores sociales. Se puede argumentar y con razón que una mejor distribución de los recursos, haría que la escasez (actual o futura) no afectase a tantos y que de ese modo, al reducir el consumo per cápita también favorecemos la sostenibilidad. Sin embargo, el factor demográfico sigue siendo esencial e inevitable, además de que hoy por hoy no se puede garantizar una mejor y más justa distribución de los recursos naturales.

Pese a la evidente incidencia de la población humana en el ecosistema, pese también a las cifras en constante aumento de las víctimas de problemas como el hambre o epidemias, la discusión pública sobre el control de natalidad es casi nula. Es comprensible que en el pasado la procreación humana se percibiera como un fenómeno natural prácticamente ingobernable. Hoy, sin embargo, cuando la planificación familiar resulta relativamente fácil, estamos en condiciones de plantear la procreación como un tema sometido a nuestra responsabilidad. Esto justifica el que propongamos el debate del anti-natalismo como una herramienta para reducir la dimensión demográfica del sufrimiento y favorecer la sostenibilidad al mismo tiempo.
Todos y cada uno de los problemas encuentran como caja de resonancia variable el tamaño de la población: accidentes, enfermedades, guerras, tortura, suicidios, etc.
Por tanto, hablamos de un asunto de importante implicación ética.

El control demográfico es una manera de fomentar el bienestar, de reducir el *sufrimiento global y hacer más sostenible al planeta.

*El término “sufrimiento” es utilizado en un sentido amplio, abarcando tanto el sufrimiento físico como el psíquico y el moral, es decir cualquier tipo de padecimiento o dolor.

Futuro y perspectivas

El futuro sostenible debe pasar por la felicidad de los humanos que habiten el planeta (felicidad por ser y estar) y por tanto de una substancial reducción de los sufrimientos ocasionados por los enfrentamientos geopolíticos originados cuando la población mundial reclama acceso a los recursos naturales de modo justo y solidario.
El objetivo antinatalista es que se vayan despoblando poco a poco los centros de detención, los campos de refugiados, los hospitales y sanatorios, las zonas catastróficas, los escenarios de guerra, etc. Es un objetivo humanitario, como lo es la lucha por los derechos humanos, y esa lucha es totalmente pacífica a través de la prevención anticonceptiva, mediante la que podemos evitar la masificación de afectados por la miseria, la violencia o cualquier cruel agonía.
Pensamos en la vida de nuestros hijos con ilusión, pero ¿hacemos bien las cuentas?

Dimensión demográfica del sufrimiento: reflexiones éticas sobre antinatalismo en el contexto del futuro sostenible – Miguel Steiner Doctor en Filosofía – José Vives-Rego Departamento de Microbiología, Facultad de Biología, Universidad de Barcelona

La reducción artificial de la mortalidad y la ausencia de una interferencia simétrica en la natalidad han conducido a la ruptura del equilibrio natural y al crecimiento explosivo de la humanidad. El linaje humano ha tardado cuatro millones de años en alcanzar una población de 1.000 millones de individuos (hacia 1804). En añadir otros 1.000 millones suplementarios (en 1927) sólo hemos tardado 123 años. Otros 1.000 millones más (en 1960) los hemos añadido en 33 años. Los siguientes 1.000 millones sólo han precisado 14 años. Los 1.000 millones posteriores (en 1987) han venido en 13 años. Y los siguientes 1.000 millones se han añadido en 12 años, en 1999, en el que ya éramos 6.000 millones. Los 7.000 millones los alcanzaremos en 2012. Todos los desastres ecológicos que asolan nuestro planeta tienen su origen en el crecimiento excesivo de nuestra población. ¿Qué derecho tenemos nosotros a arruinar la única patria de la vida conocida en el Universo, la biosfera terrestre, y a exterminar a las otras especies? El cáncer es el crecimiento incontrolado de un tejido a expensas de los demás. La incontrolada explosión demográfica humana es el cáncer de la biosfera y está empujando a otras especies a la extinción. Desde 1900 hasta hoy la población de África ha pasado de unos 100 millones de habitantes a unos 920 millones, es decir, casi se ha multiplicado por 10. En el mismo intervalo de tiempo, la población de chimpancés ha pasado de unos dos millones a unos 120.000, es decir, casi se ha dividido por 20. Todavía peor suerte han corrido los orangutanes, de los que apenas quedan 25.000. La bomba demográfica es también la principal causa de la miseria en el mundo. La familia que podría alimentar y educar bien a un hijo o dos distribuye sus escasos recursos entre diez, con lo que todos pasan hambre, o son abandonados a la mendicidad y la delincuencia. El volcán demográfico vomita constantemente nuevos millones de hambrientos. Los países ricos, como España, lo son entre otras razones por la revolución silenciosa de las mujeres, que han reducido drásticamente su natalidad. A pesar de los abusos, el Gobierno chino ha logrado frenar la explosión demográfica, poniendo así las bases para su impresionante despegue económico. El planeta Tierra pura y simplemente no puede sostener a un número ilimitado de seres humanos. El objetivo civilizado no es que haya la mayor cantidad posible de gente (no importa cómo vivan), sino más bien que la gente viva lo mejor posible (no importa cuántos sean).

Jesús Mosterín, La naturaleza humana, 2006

Dicho sucintamente: Cuantos más seres haya menos importará cada individuo

¿Por qué una menor natalidad puede ser una buena noticia?

Publicado: 6 julio 2023 Autoría: Itzíar Aguado Moralejo Profesora del Área de Geografía Humana. UPV/EHU, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

El número total de nacimientos en Europa y en América Latina es cada vez más bajo, pero es solo un número. Si no lo relativizamos, no podremos interpretarlo.

Si lo comparamos con la población total, a través de la tasa bruta de natalidad, el resultado son valores cada vez más bajos. Pero como también se está reduciendo el número de mujeres en edad fértil, si lo medimos a través del índice sintético de fecundidad, nos da valores mayores a los de hace dos décadas.

Además, gozamos de mayor eficiencia reproductiva que en el pasado. Lo que MacInnes y Pérez Díaz (2009) denominan la revolución reproductiva nos ha conducido a que menores índices de fecundidad por mujer deriven en mayores volúmenes de población. Un menor número de hijos, pero con más medios para su cuidado y educación, lleva a una supervivencia mucho mayor y a un incremento notable de la esperanza de vida.

Una sociedad con mayores niveles educativos será también más productiva, por lo que el volumen de población activa necesario para garantizar la sostenibilidad de las pensiones será menor.

Asimismo, si se alarga la esperanza de vida, se llega con mejor salud a la vejez y se retrasan el resto de las etapas vitales. No resulta tampoco tan insensato retrasar la edad de jubilación y mantener activo un capital humano que puede aportar experiencia y conocimiento.

Por otro lado, ¿cómo establecer el número óptimo de nacimientos, tratándose de una decisión individual, un proyecto de vida que cada cual puede o debería poder elegir? Porque, aunque tradicionalmente la demografía ha situado en 2,1 el número de hijos por mujer necesario para que se produzca el reemplazo generacional, esa cifra no incorpora el impacto de las migraciones ni del incremento de la longevidad ni de los nuevos modelos familiares.

Es, por tanto, un valor discutible, como lo es considerar que una pérdida de población sea siempre negativa y, por ende, preocuparse más por la cantidad de habitantes que por la calidad de vida de dichos habitantes.

Vivimos mejor que nuestros antepasados

No nos percatamos de que gozamos de mejor calidad de vida que nuestros antepasados y que convertirse en sociedades envejecidas es el mayor logro demográfico de los países desarrollados.

La pirámide de población de amplia base de los países en vías de desarrollo recoge su pujante natalidad, pero también es el reflejo de una mortalidad por edades relativamente alta y de un marcado descenso de individuos entre una cohorte de edad y la siguiente.

Nuestras pirámides, bastante más alargadas y que han perdido hace tiempo su característica forma triangular, indican, por el contrario, un continuo incremento de la esperanza de vida.

Sin embargo, en lugar de destacar que los índices de supervivencia de las sucesivas generaciones son cada vez más positivos, los titulares periodísticos se centran en los efectos negativos del envejecimiento de la población y en la baja natalidad.

Aunque ampliamente compartida, presentar el bajo número de nacimientos como algo negativo no deja de ser una valoración subjetiva. Además, gran parte de las alarmas demográficas no se sostienen en fundamentos científicos, sino que se impregnan de ideologías políticas o religiosas que ponen a la familia como núcleo central de organización de la sociedad y otorgan a la mujer el rol de garante de la natalidad.

Nos enfrentamos a un cambio en el modelo reproductivo, no solo a nivel individual, sino también como sociedad, que consigue que la población siga creciendo a pesar de que la natalidad se reduzca.

Esa reducción se puede explicar en base al coste de oportunidad que supone tener hijos. En el pasado, tener una prole abundante significaba una probabilidad más alta de que sobreviviesen a la infancia en mayor número y pudiesen contribuir a edades tempranas a la economía familiar e, incluso, garantizasen el cuidado de los padres en la vejez.

El elevado coste económico de tener hijos

En la actualidad, las familias que deciden tener hijos se enfrentan a altos costes tanto económicos como medidos en términos de tiempo, lo que lleva a muchas de ellas a replantearse esa decisión.

Especialmente en el caso de las mujeres, la maternidad pasa factura. Son ellas quienes disfrutan en mayor medida de reducciones de la jornada laboral o de excedencias por cuidado de hijos o familiares. A medida que el número de hijos aumenta, presentan mayor probabilidad de abandonar el mercado laboral, reduciendo también su empleabilidad futura. Por esos y otros motivos, se retrasa la edad de la maternidad y con frecuencia no se tienen los hijos que se desean.

Ese hecho sí debería ser objeto de preocupación por parte de las políticas públicas. Políticas de igualdad que garanticen una sociedad más equitativa, políticas laborales que reduzcan la precariedad laboral y permitan la conciliación de la vida personal y laboral o políticas de vivienda que faciliten el acceso a la misma y favorezcan la emancipación temprana de los jóvenes tendrán una incidencia importante en la decisión de abordar la maternidad/paternidad.

En cambio, las políticas pronatalistas, que hacen un uso ideológico de las estadísticas demográficas, se muestran ineficientes en el fomento de la natalidad. Ayudas coyunturales y no progresivas como son los cheques bebes universales, aunque mejoren la situación de familias en situación de vulnerabilidad, no serán tampoco relevantes en la decisión reproductiva.

Probablemente, patrones de parentalidad compartida y una corresponsabilidad real contribuirán en mucha mayor medida a reducir la distancia existente entre expectativas y realidad reproductiva.


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