El debate sobre la prostitución: regulación o abolición

El eterno debate en torno a la prostitución tiene dos alegatos.

Uno es el que busca regular la prostitución. Lo que defiende es su completa legalización y obtener derechos para las personas que la ejercen, como cualquier otra actividad laboral. En definitiva, el reconocimiento del trabajo sexual y equipararlo a cualquier otro trabajo.

El otro es la corriente abolicionista que se opone a la prostitución por considerarla el máximo exponente de la discriminación y la desigualdad. Considera que prostitución es sinónimo de explotación y que las prostitutas son tratadas como objetos sexuales, como mercancía, lo que genera dolor y sufrimiento.

Story of a prostitute

El abolicionismo subraya que la inmensa mayoría de mujeres no ejerce por voluntad propia, sino bajo extorsión y que prostitución y trata van de la mano, ya que la inmensa mayoría de prostitutas son rehenes de las mafias de trata de personas.

España es uno de los países con mayor número de trata de mujeres para explotación sexual y un referente del “turismo sexual”. El mayor prostíbulo de Europa se inaugura en La Jonquera. Un informe del Parlamento Europeo indica que el 90% de las mujeres que ejercen la prostitución están bajo el control de las mafias.

Legalizar la prostitución no concede a las mujeres más derechos, sino que fomenta la industria del sexo, legitimando a proxenetas y a clientes, favorece la trata de mujeres y niños para explotarlos sexualmente y perpetúa la idea de la sexualidad basada en la explotación. Legalizar la prostitución es renunciar a la igualdad y no hay que olvidar que sin prostitución no hay trata. El drama de la prostitución se sustenta en que la explotación sexual y la prostitución son parte de una misma estructura de violencia y dominación, que tiene sus raíces en la desigualdad estructural entre sexos.

Prostitution’s abuses cannot be ‘legislated away’

La única postura lícita ante la prostitución, desde una perspectiva vegana, es la abolición, y lo es por una cuestión de Derechos Humanos, pues la prostitución supone la privación de los derechos de las mujeres debido a que esta práctica no es más que una situación de explotación.

La prostitución se basa en una relación de poder, y al comprar el acceso al cuerpo de una mujer, éste se convierte en mera mercancía. Hemos de entender que no todo vale, que no todo puede tener un precio. Explotar y matar animales para comerlos, encerrarlos de por vida para hacer negocio con ellos o pagar a una persona para ejercer una actividad a la que jamás se prestaría a ello de no mediar transacción económica son hechos discriminatorios igual de deleznables basados en el sexismo, el racismo o el especismo. Erradicar la prostitución y la trata de personas, al igual que el veganismo nos conducirá a una sociedad más justa e igualitaria.


El debate está servido y en España se da la peregrina circunstancia de que la prostitución es alegal. No está ni regulada ni prohibida. Explotar a alguien (persona, no animal) es delito, no obstante, un proxeneta que tenga un «club de alterne» puede tener todos los papeles en regla y regentar un modelo de negocio completamente legal.

Lo efectivo para luchar contra esta lacra sería implementar medidas contra proxenetas y puteros, junto con sanciones penales para los que regentan locales donde hay prostitución, y así poner en jaque todo el entramado que favorece este negocio.

Asimismo, reintroducir en el Código Penal la figura jurídica que hace referencia al lugar que se proporciona para la realización de la actividad sexual, la tercería locativa. Es decir, negocios cuya actividad es el ejercicio de la prostitución y que incomprensiblemente gozan de cierta tolerancia social.

Acabar con la prostitución también exige dar seguridad a las víctimas, creando alternativas laborales y económicas. Es necesario garantizar alternativas viables y subsanar los derechos vulnerados de las mujeres explotadas con medidas educativas, de formación y laborales, para una completa reinserción.

«Las mujeres somos prostituibles en cualquier momento dependiendo de la necesidad económica que tengamos. Esa mirada social es la que hay que cambiar. No hay buenas y malas, ni santas, ni putas. Todas somos en potencia prostituibles«

Mujeres por la Abolición

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‘Querido cliente’

la sincera carta de una prostituta

Una ex prostituta convertida en icono. Causa: una mordaz carta a sus antiguos clientes que se vende como ‘spoiler‘ de un nuevo libro sobre la industria del sexo. Prostitution Narratives: Stories of Survival in the Sex Trade, de Caroline Norm y Melinda Tankard Reis.

Tanja Rahm, de 35 años, estuvo ejerciendo la prostitución desde los 20 a los 23 años en la calle.

En ‘Prostitution Narratives’ lanza un sincero mensaje a sus «antiguos clientes». Dice así:

«Querido cliente,

Si piensas que alguna vez me he sentido atraída por ti, estás terriblemente equivocado. Nunca he deseado ir a trabajar, ni siquiera una vez. Lo único en mi mente era hacer dinero, y rápido.

Que no se confunda con el dinero fácil; nunca fue fácil. Rápido, sí. Porque rápidamente aprendí los muchos trucos para conseguir que te corras pronto para poder sacarte de mí, o de debajo de mí, o de detrás de mí.

Y no, nunca me excitaste durante el acto. Era una gran actriz. Durante años he tenido la oportunidad de practicar gratis. De hecho, entra en la categoría de multitarea. Porque mientras tú te tumbabas ahí, mi cabeza estaba siempre en otra parte. En algún sitio donde no tuviese que enfrentarme contigo acabando con mi respeto hacia mí misma, ni pasar 10 segundos pensando en lo que ocurría, o mirándote a los ojos.

Si pensabas que me estabas haciendo un favor por pagarme por 30 minutos o una hora, te equivocas. Preferiría que hubieses salido y entrado tan rápido como pudieses. Cuando pensabas que eras mi príncipe azul, preguntándome qué hacía una chica como yo en un sitio como ese, perdías tu halo cuando pasabas a pedirme que me tumbase y centrabas todos tus esfuerzos en sentir mi cuerpo todo lo que pudieses con tus manos. De hecho, hubiese preferido si te hubieses tumbado de espaldas y me hubieses dejado hacer mi trabajo.

Cuando pensabas que podías estimular tu masculinidad llevándole al clímax, debes saber que lo fingía. Podría haber ganado una medalla de oro por fingir. Fingía tanto, que la recepcionista casi se caía de la silla riéndose. ¿Qué esperabas? Eras el número tres, o el cinco, o el ocho de ese día.

¿De verdad pensabas que era capaz de excitarme mental o físicamente haciendo el amor con hombres que no elegía? Nunca. Mis genitales ardían. Del lubricante y los condones. Estaba cansada. Tan cansada que a menudo tenía que tener cuidado de no cerrar mis ojos por miedo a quedarme dormida mientras mis gemidos seguían con el piloto automático.

Si pensabas que pagabas por lealtad o charlar un rato, debes volver a pensar en ello. No me interesaban tus excusas. Me daba igual que tu mujer tuviese dolores pélvicos, o que tú no pudieses salir adelante sin sexo. O cuando ofrecías cualquier otra patética excusa para comprar sexo.

Cuando pensabas que te entendía y que sentía simpatía hacia ti, era todo mentira. No sentía nada hacia ti excepto desprecio, y al mismo tiempo destruías algo dentro de mí. Plantabas las semillas de la duda. Duda de si todos los hombres eran tan cínicos e infieles como tú.

Cuando alababas mi apariencia, mi cuerpo o mis habilidades sexuales, era como si hubieses vomitado encima de mí. No veías a la persona bajo la máscara. Solo veías lo que confirmaba tu ilusión de una mujer sucia con un deseo sexual imparable.

De hecho, nunca decías lo que pensabas que yo quería oír. En su lugar, decías lo que necesitabas oír. Lo decías porque era necesario para preservar la ilusión, y evitaba que tuvieses que pensar cómo había terminado donde estaba a los 20 años. Básicamente, te daba igual. Porque solo tenías un objetivo, y era mostrar tu poder pagándome para utilizar mi cuerpo como te apeteciese.

Cuando una gota de sangre aparecía en el condón, no era porque me hubiese bajado el período. Era porque mi cuerpo era una máquina que no podía ser interrumpida por el ciclo menstrual, así que metía una esponja en mi vagina cuando menstruaba. Para ser capaz de continuar entre las sábanas.

Y no, no me iba a casa después de que hubieses terminado. Seguía trabajando, diciéndole al siguiente cliente la misma historia que habías oído. Estabas tan consumido por tu propia lujuria que un poco de sangre menstrual no te paraba.

Cuando venías con objetos, lencería, disfraces o juguetes y querías juego de roles erótico, mi máquina interior tomaba el control. Me dabais asco tú y tus a veces enfermizas fantasías. Lo mismo vale para esas veces que sonreías y decías que parecía que tenía 17 años. No ayudaba que tuvieses 50, 60, 70 o más.

Cuando regularmente violabas mis límites besándome o metiendo los dedos dentro de mí, o quitándote el condón, sabías perfectamente que iba contra las reglas. Estabas poniendo a prueba mi habilidad para decir que no. Y lo disfrutabas.

A veces no me quejaba lo suficiente, o simplemente lo ignoraba. Y lo utilizabas de manera perversa para mostrar cuánto poder tenías y cómo podías traspasar mis límites.

Cuando finalmente te regañaba, y dejaba claro que no te iba a volver a tener como cliente si no respetabas las reglas, me insultabas a mí y mi papel como prostituta. Eras condescendiente, amenazador y maleducado.

Cuando compras sexo, eso dice mucho sobre ti, de tu humanidad y tu sexualidad. Para mí, es un signo de tu debilidad, incluso cuando lo confundes con una especie de enfermiza clase de poder y estatus.

Crees que tienes derecho. Quiero decir que las prostitutas están ahí de todas formas, ¿no? Pero solo son prostitutas porque hombres como tú se interponen en el camino para una relación saludable y respetuosa entre hombres y mujeres.

Las prostitutas solo existen porque hombres como tú sienten que tienen el derecho de satisfacer sus necesidades sexuales usando los orificios del cuerpo de otras personas.

Las prostitutas existen porque tú y la gente como tú sienten que su sexualidad requiere acceso al sexo siempre que les apetece».

Fuente: sur © Prensa Malagueña, S.A.


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